domingo, febrero 27, 2005

El sueño

Hoy es un día como otro cualquiera- al menos es lo que yo pensaba cuando me desperté; la luz de la mañana entraba ya en mi cuarto y podía oír al resto de la gente hacer ruido por la casa (como siempre). Como todas las mañanas, di vueltas en la cama, aprovechando cada segundo para descansar otro poco, para terminar el sueño cuya incertidumbre no me dejaría pensar en otra cosa durante todo el día, pero era ya imposible, pues todo se mezclaba con la realidad.
Me levanté aún soñoliento e hice mecánicamente todas las tareas que llevo a cabo cada mañana desde que tengo memoria, aunque aún no tengo consciencia del orden en que se suceden; el caso es que a las siete y media salgo a la calle.
Curiosamente bajo con uno de mis compañeros de piso en el ascensor, y digo curiosamente porque apenas conozco a la gente con la que vivo. Quizá sea dejadez por nuestra parte; yo prefiero llamarlo incompatibilidad de horarios.
Es muy temprano, y ninguno de los dos resucita hasta bien entrada la mañana, así que poco más que un “hastaluego” es lo que cruzamos. Sin embargo, tengo la sensación de conocer bien a Sergio. Es el típico estudioso, de carácter principalmente tímido, que nunca causó problemas a nadie, que nunca suspendió un examen y que se pasó toda su adolescencia sin novia, y ahora que la tiene, llevan ya 5 años. Nadie pone en duda que se casarán y vivirán felices por siempre, ya que discutir con Sergio es, definitivamente, tener ganas de discutir.
El hecho de cruzarme a Sergio en el ascensor no me hizo suponer que aquel día sería distinto a los demás, ya que la monotonía ahogaba mi existencia y mis pensamientos; lo más que podía arrancarme un suceso no-repetitivo o novedoso era un dolor de cabeza, porque no nos engañemos, siempre he querido encontrarle una explicación a todo. A pesar de mi agobiante condición de pensador, y quizá debido a la temprana hora en que acaecían los hechos, no pensé nada (deben sorprenderse por esto ya que en circunstancias normales este simple encuentro a la salida del edificio hubiese sido el desencadenante de profundas reflexiones).
Como mi padre decía desde que comencé a razonar (si es que a esto que hago se le puede llamar así): este niño es un filósofo.
Sorpresivamente comencé a estudiar medicina, creo que para evitar pensar demasiado, o rodearme de todas esas preguntas o situaciones cotidianas que yo siempre sacaba de quicio.
En este momento, llegada la hora de escoger especialidad, me hallaba completamente perdido, ya que no había rama de la medicina que me motivase especialmente.
Tras mis clases matinales, volví a casa para comer; era uno de los pocos días en los que tenía tiempo para volver a casa al mediodía.
Cuando entré en la cocina y vi que Sergio se encontraba también allí para comer, mi cabeza comenzó a desvariar, y empecé a hacerme preguntas sin sentido, y seguramente sin importancia.
Mucha gente me considera un loco, pero en este caso, nadie me podía negar que aquello no era normal, por lo menos no era algo que encajase en mi normalidad. Le pregunté, por seguir con aquella situación surrealista, si le importaba que me sentase a la mesa, ya que no tenía mucho tiempo antes de empezar las prácticas. Obviamente me dijo que podía sentarme y que comer juntos sería una buena ocasión para conocernos algo más (yo diría para empezar a conocernos, pues todo lo que sabíamos uno del otro no era sino fruto de comentarios de gente de las universidades, amigos comunes; Sergio estudiaba informática).
Fue una comida muy agradable y tuve la sensación de haber perdido la oportunidad de tener a un buen amigo compartiendo piso. Bajo esa timidez, Sergio guardaba, como para protegerlo, un sentido del humor lleno de ingenio; algo que a mí me encantaba; algo que estaba por encima de todos aquellos chistes fáciles y groseros tan actuales.
Charlamos y reímos durante horas; tanto es así que ninguno de los dos volvió a la universidad ese día. Era definitivamente una buena persona.
Desde aquel día, y puesto que parecía que el destino dirigía mi atención hacia aquel chico, intenté que coincidiésemos más a menudo: bajaba a comer a casa, salíamos de copas, charlábamos por las noches…y descubrí que, efectivamente, la timidez y la inseguridad podían con la simpatía de Sergio.
Pasó el tiempo, y nos convertimos en magníficos amigos, y lo que es más importante, en confidentes.
Una noche, la cual aún recuerdo con agonía y tristeza, llegué al piso muy tarde, pues me entretuve con un proyecto para clase en la sala de ordenadores, y me encontré a Sergio llorando, ahogándose y temblando. Me asusté mucho. Muchísimo. Siempre he sido muy parado así que no supe como reaccionar. Comencé a hablarle, a preguntarle que le pasaba, pero no me respondía; apenas podía respirar.
Conseguí que se calmase (al menos podía articular alguna palabra entre suspiro y suspiro), y me sorprendió muy desagradablemente que no quisiese hablar conmigo. Me preocupó aún más.
En plena madrugada me despertó dando voces en el salón; todos nos levantamos pero preferí ir yo solo, ya que era el único que tenía trato con él. A los demás no les importó; lo único que querían era poder dormir.
Entré en el salón, y a pesar de que las voces de Sergio se oían en toda la casa, tan solo dentro del salón se entendían.
Decía que se moría, que se iba a morir de pena, y que si no, que se mataba; que su vida ya no tenía sentido. Le pregunté a gritos que qué pasaba, y me dijo cayendo al suelo que su novia le había dejado.
Entonces comprendí por qué estaba así; después de tanto tiempo….tantos momentos compartidos con otra persona….yo le envidiaba.
Pero en aquel momento…. Sinceramente, no me cambiaría por él. Nunca había comprendido ni sentido el dolor de otra persona como lo hacía en aquel momento, y precisamente aquello me hizo darme cuenta de que de verdad éramos buenos amigos; muy buenos; los mejores.
Intenté hablar con él, pero nunca había sido un buen comunicador; mis palabras salían forzadas; aquello de mostrar los sentimientos era muy difícil, y aquella era una situación muy crítica para debutar; demasiado.
No podía más; el día había sido muy duro y la noche lo estaba siendo más; ya no sabía que decirle, ni cómo decírselo.
Creo que de todo lo que se me pasó por la cabeza, le dije solo lo más sensato, midiendo mis palabras debido a lo exaltado que Sergio se encontraba.
No cedió ante ninguno de mis argumentos; no le tranquilizó ni uno solo de mis cumplidos, y a pesar de mi preocupación, me pudo el sueño, y me dormí.
Lo siguiente que recuerdo, para mi desgracia (Dios, nunca deseé tanto ser amnésico) fue un ruido de sirenas y un terrible ajetreo en la casa. Me desperté con todos mis compañeros reprochándome mi descuido. No sabía aún que había pasado. Vi la ventana abierta de par en par, y no sé si fue telepatía o lógica pero lo entendí todo en un instante, en un maldito instante, y me eché a llorar.
No quise salir de casa; no sé que hicieron de mi amigo Sergio, solo sé que sentí que me quedaba solo, muy solo, llorando…
Me culpo ahora de no haber tenido agallas para asistir a su entierro; me costó dos meses poder ir a visitarlo al cementerio. Sigo hablando con él, a veces allí, otras veces en casa…siguen considerándome un loco aunque ahora por un motivo distinto.
Necesité mucha ayuda para salir adelante; perdí muchas clases, permaneciendo en mi habitación, culpándome por no haber sabido entender, comprender, ayudar…yo podía haber hecho algo, aunque aún no sé el qué. ¿Podía haberle salvado la vida? (siempre me repetiré esa pregunta).
Ahora estoy bien, dentro siempre de los límites de la lógica (algo que adoro aunque cada vez me falla más), pero no puedo evitar revivir aquel momento.
He comenzado la especialidad de la carrera: psicología; espero así poder ayudar a la gente con mi preparación; es el consuelo para olvidar que no pude ayudar a un amigo con el corazón.